lunes, 4 de febrero de 2013

FUEL LOVE



El bip, bip, bip de cada mañana le arranca de sus cada día más desasosegantes sueños. Abre sus ojos y la negrura perdura. Son ya cerca de tres meses, pero aún no se acostumbra a su nueva realidad. Una mañana más no sabe donde está; desde luego, aquella no es la habitación de su casa. Hasta que no termine de recuperar algún retazo de consciencia no abandonará su habitual turbación matutina. Por fin, recuerda que junto al cabecero de la cama hay un interruptor que dará paso a la macilenta luz que romperá el negro que le rodea. Renace a sus ojos el parco mobiliario que colma la pequeña sala: una esquelética estantería que, vacilante, sostiene a duras penas todos los enseres con los que compartiría el resto de sus días; una pretenciosa silla con algo parecido a dos reposacodos y una tabla soportada por cuatro palos con aspiraciones de mesa.
Una infinita congoja recorre su alma cuando recuerda sus días pasados, aquellos en que todo el mundo veía en él a un tipo feliz. Tuvo que deshacerse de su antigua casa, allí se crió y vivió los mejores años de sus padres; también se desprendió de la hectárea larga por la que su abuelo paterno se jugó la vida en guerra; toda la plata de su madre; la gran colección de monedas que su padre atesoró durante sus largos años de trabajo en la pequeña tienda de filatelia que regentaba… Tuvo que vender todo su pasado, pero la causa no podía ser más noble: todo lo hizo por amor.
Recuperada su vigilia se levantó con ánimos renovados, con un par de pasos tambaleantes, se acercó a la estantería-ropero. Hoy quería sorprenderla, sospechaba que hoy sería un día especial y no quería dejar pasar la oportunidad de ahondar más en el cariño que sabía correspondido.
Sánchez eligió la camisa azul celeste que tanto le gustara a su madre para combinarla con una americana de cuadros marrones perfilados con finas hileras de rojo y amarillo, los pantalones caqui eran incuestionables en perfecta combinación con una corbata verde primavera.
Para todo el que no conociera bien a Sánchez, su aspecto exterior podía parecerle grotesco, pero aquel que tenía la suerte de conocerle en profundidad sabía que lo chocante de su aspecto era proporcional a la bonhomía que desprendía su personalidad; de esta circunstancia sacaban buen provecho no pocos de un entorno de amistades cada vez más reducido, en los últimos tiempos ya casi nadie mantenía relación con un Sánchez cada vez más hosco y huraño.
Después de un desayuno inexistente por exceso de frugalidad, dejó la taza de la infusión de manzanilla en el fregadero y tomó las llaves de su viejo Cadillac. Esta fue, bajo su criterio, una de las adquisiciones más afortunadas de su vida, consumía cerca de veinticinco litros de combustible a los cien kilómetros, lo que le permitía visitar la estación de servicio con  una asiduidad que colmaba sus anhelos de amor.
Tomó la N-I y la ilusión invadía su ánimo, como cada mañana. Cincuenta kilómetros serán suficientes, pensó. Un repostaje de quince o veinte litros le permitirán repetir hoy la operación no menos de tres veces.
Accionó el intermitente y el tic tac del indicativo se acompasaba con el galopar de su corazón; sudor en sus manos; la boca seca; un extraño zumbido atronaba en su cabeza a medida que se aproximaba al surtidor. El cuatro, tenía que ser el cuatro; ella estaba allí, eterna, siempre esperándole con la dulzura que le enamoró.
Descolgó la manguera e hizo el primer repostaje de la mañana: veinte litros de gasolina de 95. Se acercaba el momento que cada día le hacía estremecer; el vello erizado, el pulso tembloroso, casi no atinaba a colgar la manguera del surtidor número cuatro…, no era dueño de sí. Entonces apareció aquella voz sensual por la que toda su vida cambió: “Sin mover su vehículo pase por caja. Muchas gracias y buen viaje”.
Sánchez miró fijamente al surtidor y contestó lo único que pudo: “Muchas gracias a ti, mi amor”.