martes, 30 de octubre de 2012

MEFISTO Y LA MALDICIÓN DEL VIENTO

Relato finalista en el concurso de cuentos "Encuentro entre dos mundos" en Ferney-Voltaire (Francia)                                                           
         Decir que el silencio era sepulcral es una frase hecha que allí ganaba todo su sentido, pues en un sepulcro entrábamos y la falta de ruido era absoluta, casi clamorosa. El abad de la Basílica encabezaba la expedición con paso decidido. Sus faldones bailoteaban a cada zancada, como si debajo de ellos desfilara un pequeño ejército de duendes inquietos; le seguían una escuadra de falangistas con marciales ademanes y tres monjes benedictinos, cada uno de ellos con sus respectivos duendes bajo la sotana; después, marchaba yo, con el capacho de las herramientas a cuestas. A medida que nos adentrábamos hacia la nave central, aquel primigenio silencio se iba rompiendo con las reverberaciones de nuestros pasos y el bisbiseo asombrosamente rumoroso de las sotanas. Yo avanzaba mirando a cuanto me rodeaba con una mueca de asombro tatuada en mi cara, nunca había tenido tan cerca tamaña loa a la megalomanía: mármoles, granitos, tapices, frescos, bronces… Todo aquello ofrecía tal ambiente de sobreactuada solemnidad, que a cualquier ajeno a la Historia de España le resultaría casi cómico. A mí, como propio de tal Historia, me sobrecogía; más por lo que representaba que por lo que en realidad era. Ya no era más que el punto de encuentro de algunos nostálgicos que soñaban con la resurrección del “Salvador de las Españas”, pero representaba el odio y la represión que un estado fascista proyectó sobre el bando perdedor de una guerra fratricida e injusta, como todas. Pero nada de aquello me ocupaba ahora; allí, mi única misión era la de reforzar el sellado de hormigón que guarnecía la losa de cinco toneladas que cubría la tumba del Caudillo. Los últimos movimientos sísmicos habidos en la falla de Torrelodones habían provocado unas pequeñas fisuras alrededor de la lápida, y la empresa para la que yo trabajaba había ganado el concurso público por el que debía efectuar los trabajos de mantenimiento en la Basílica del Valle de los Caídos. Estaba acostumbrado a trabajar en lugares señeros, también teníamos adjudicado el mantenimiento del Palacio del Pardo, el del Palacio de la Zarzuela y estaba en negociaciones para la contrata con el Pazo de Meirás. Pero aquel lugar tenía un encanto muy especial, saber que allí se concentraba la esencia espiritual de todo el filofascismo español, le daba un toque de morbo muy atractivo.
Cuando el abad llegó a la altura de la tumba de José Antonio, todos los duendecillos de su faldón pararon al tiempo que él; tras una leve genuflexión que imitaron los tres monjes, hizo la señal de la Santa Cruz y continuó hasta rebasar la mesa del Altar. La escuadra de falangistas también paró frente a la tumba. Estos, en formación de a dos, se pusieron firmes a la orden de su jefe y después de que el mando gritase: ¡José Antonio!; ellos contestaron con un atronador: ¡Presente! Yo me asusté, no fuera a ser que a fuerza de gritarlo, algo de premonitorio hubiera en aquel clamor. Por fin rompieron filas y, a discreción, se situaron en el entorno de la lápida del Generalísimo (esta graduación –dentro de mi profunda ignorancia en materia castrense– siempre me pareció una salida de tono, pues a ningún otro profesional, por bueno que sea en el desarrollo de su actividad, se le ocurriría nunca llamarse a sí mismo Mediquísimo, o Profesorísimo, o Ingenierísimo). Cuando me tocó pasar junto a la tumba de José Antonio comencé a titubear sin saber muy bien si ponerme firme, persignarme, lanzar un sonoro ¡viva!, aun conociendo la imposibilidad de tal circunstancia, o pasar directamente sin más. Hice esto último y, por el rabillo del ojo, me di cuenta de lo poco que había gustado mi displicente actitud; después, quise enmendarla y me arrodillé, me persigné y estuve un ratito haciendo como que rezaba junto a la tumba de Franco. Afortunadamente, no se me notaba mucho que no me sabía ninguna oración que dispensar al ilustre finado. Pero tampoco acerté de pleno con mi maniobra de confraternización, algunos de los útiles que llevaba en mi espuerta, rodaron por la lápida yendo a parar encima del nombre del dictador. Otra vez me gané un implícito afeamiento de mi conducta a través de soslayadas miradas de los falangistas, los monjes y el abad; aunque lo cierto es que aquella censura no me resultó demasiado desagradable: tanta miradita reconfortó mi ego, algo dañado. Una vez saldados todos los saludos, oraciones y genuflexiones, pedí permiso a los presentes para empezar a trabajar. No hice más que colocarme para dar el primer toque de piqueta en el cemento, cuando empezamos a oír los ecos de una carrera provenientes del fondo de la nave.
– ¡Padre abad, padre abad, espere! –gritaba un nuevo monje que corría hacia nuestra posición arremangándose los faldones de su hábito y, de este modo, evidenciando que la supuesta existencia de duendecillos entre sus piernas no era más que una de tantas leyendas urbanas.
– ¿Qué ocurre, hermano? –dijo el abad con un vozarrón que retumbó en todo el Valle de los Caídos.
Aquella era una de esas voces que marcan el destino de su emisor: aquel hombre no podía dedicarse a otra cosa que no fuese la radio, el Bel Canto o la tapicería de sillones a domicilio; pero en él se ponía de manifiesto la capacidad del ser humano para contradecir a las cualidades innatas.
– Padre, un funcionario del Ministerio de Fomento, Infraestructuras y Ambientes Lúdicos dice ser el responsable civil de esta operación y, por ende, desea ser testigo de la misma desde su inicio.
El abad negó con su cabeza con resignado gesto y, mirando a la escuadra de falangistas, casi implorando su comprensión, contestó al monje lo único que, mal que le pesara, podía contestarle.
– Bien, hermano, hágale pasar, le esperaremos; le esperaremos como el verano espera la tormenta vespertina, como el sol espera, en su declive, la nube que le procure un rompimiento, le esperaremos como el cauce espera al agua, como la playa a la ola, como el cielo de una noche enamorada, espera a sus estrellas titilantes –dijo el abad autocomplaciéndose con su vozarrón en un ejercicio de onanismo fonético. Se ve que lo recoleto de su existencia en aquella Basílica no le ofrecía muchas ocasiones para aventar sus cualidades orales y quiso aprovechar la ocasión.
El jefe de la escuadra falangista quiso agradecerle su esmerada alocución.
– Sólo el vivir tan próximo al coraje del Caudillo de España, y la ilustración del camarada José Antonio…
– ¡Presente! –gritaron sus compañeros ganándose una mirada despectiva de su jefe.
–…puede procurar la lucidez y limpieza de espíritu que usted, padre abad, muestra en su acrisolada persona.
– No hay para tanto, sólo escucho el sonido de mi corazón, escucho el susurro de mi alma, sólo soy capaz de expresar lo que mi espíritu, siempre en comunión con el Altísimo, me dicta.
Empezaba a quedarme dormido, además de por el madrugón que me había pegado para subir desde Madrid hasta el Valle de los Caídos, por las cosas tan extrañas que se decían los unos a los otros; yo no entendía ni la mitad de lo que hablaban, pero lo que sí sabía era que debía empezar a picar aquel cemento lo antes posible, se hacía tarde y quería regresar a Madrid para comer.
– Buenos días, señores –dijo un individuo que, acompañado por el monje arremangado, llegaba al Altar con un jadeo casi obsceno; este estaría motivado, con total seguridad, por la subida de las escaleras del Monumento, pues los monjes, a mi corto entender, no procuraban fenómeno lascivo alguno–. Soy el subsecretario adjunto de la Oficina para la Reorganización Interestatal del Patrimonio Histórico, dependiente de la Dirección General de Ambiente Lúdico del Ministerio de Fomento, Infraestructuras y Ambientes Lúdicos –dijo el funcionario cuando hubo recuperado el resuello–. Ustedes se preguntarán cual es mi cardinal cometido aquí…
Ninguno de los presentes hizo ademán alguno que hiciera suponer el acarreo de tal duda pero, por si acaso, él la resolvió.
– Bien, pues no es otro que el de salvaguardar la memoria del anterior Jefe del Estado. Ser testigo, notario y custodio de todo cuanto aquí se haga, diga o vea.
Los religiosos rezongaron con cierta molestia. Unos ostentosos gestos de negación con su cabeza y sus brazos cruzados a modo de defensa, confirmaban su desagrado. No les gustó aquella incautación de funciones que el subsecretario adjunto pretendió al autoproclamarse testigo y notario de lo que allí aconteciera. Testigos y notarios: dos misiones que ya sus colegas los Apóstoles tenían como tareas fundamentales, y de las que ellos no iban a desasirse por el afán de notoriedad de un simple mortal. También los falangistas: altaneros, intransigentes, despóticos y, sobre todo, y lo que seguramente fue definitivo para la inmediata capitulación del funcionario, muy vehementes; pusieron de manifiesto de un modo muy impetuoso su desacuerdo con aquel representante del Estado.
Aquello estaba tomando un cariz muy osco, así que intervine antes de que tuviera que hacerlo la pareja de la Guardia Civil que acompañaba al subsecretario.
– Señores, he de comenzar con los trabajos, los restos del Caudillo esperan.
Por fin abandonaron todas aquellas estériles diatribas y recibí el visto bueno del abad que, a fin de cuentas, era quien mandaba allí.
Icé la piqueta con fuerza, bien alta, con el deseo íntimo de que aquel fuera el golpe más fuerte de todos los que hubiera dado en mis años de profesión; tensé los brazos y arqueé la espalda hasta sentir como mis riñones demandaban más espacio. Me atenazaban los nervios, no podía fallar en el golpe, desviarlo hacia el centro de la lápida haría que me convirtiera en la diana de las furias de aquellos energúmenos. La piqueta viajaba ya en el aire, a escasos centímetros de su sepulcral destino; entonces, una rugiente explosión pareció brotar del suelo de aquellas nostálgicas instalaciones. Lo que percibieron todos los presentes, fue que la tumba del Generalísimo aulló al recibir el profanador golpe. Todos los ojos se clavaron en mí, como si mía fuera la responsabilidad de tal quejido. Yo, consciente de mi inocencia, pero asustado, solté inmediatamente la piqueta y retrocedí unos pasos. Cuando todos se abalanzaban hacia mí (vaya usted a saber con qué intenciones), el rugido se hizo más profundo, bronco; parecía que nos quisiera engullir una suerte de dragón hipogeo, un comeprofanadores, guardián de las esencias del Movimiento. El rugido, lejos de desistir, incrementaba su volumen e intensidad hasta el punto de hacer temblar todo cuanto nos rodeaba. Sólo la lucidez del funcionario, quizá por su costumbre de analizar metódicamente cualquier situación anómala, supo atribuir con acierto la procedencia de aquel trueno subterráneo.
– Señores –dijo circunspecto–, aun siendo una apreciación personal y, por tanto, ajena a cualquier responsabilidad que pudiera inferirse al Ministerio que aquí represento, creo tener los indicios suficientes para asegurar que estamos siendo testigos de un terremoto.
No hizo más que decir esto y otra tremenda sacudida nos tiró al suelo. Se provocó una desbandada general en busca de techo seguro. Yo me acurruqué sobre la lápida, pero aquella enorme losa se desencajó de su apoyo yendo a caer por uno de sus extremos al interior de la tumba. Esto provocó que aquel Huerto del Señor se convirtiera en una especie de Parque de Atracciones del Terror, donde aparecían lápidas/tobogán cuya caída era frenada por el ataúd, ahora roto, del Generalísimo Franco. Al romperse la tapa con el impacto quedó al aire la parte superior del cuerpo del dictador. De pronto fui testigo de algo que nadie creería, incluso yo dudaba de la imagen que captaban mis ojos, ¿o quizá era mi mente la que procesaba de forma errónea las imágenes? No tuve la suficiente capacidad cognitiva para dilucidar cual de mis órganos era el culpable de aquella realidad que inundaba todos mis sentidos, incluso el olfativo, pues capté un tufillo a naftalina que me retrotrajo a los armarios de mi infancia.
Una vez cesó el temblor, desde arriba, comenzaron a llamarme para ver si tenía que rescatarme la Guardia Civil o darme un responso el abad. Yo no era capaz de articular palabra, sentado a horcajadas sobre lo que quedaba del ataúd, miraba y miraba, una y otra vez, restregándome los ojos con las manos.
– ¿Se encuentra bien, hermano albañil? –gritaba el abad desde el borde de la cárcava.
Yo me encontraba bien, físicamente no me dolía nada, pero mi mente no podía reaccionar. Finalmente, después de enfriar mi ánimo, fui capaz de contestar.
– Sí, me encuentro bien, y el Generalísimo también.
– Haga el favor de respetar la memoria de nuestro Caudillo –gritó el abad, secundado por los falangistas que, una vez recuperados del telúrico susto, alardeaban nuevamente de valor.
– No seré yo quien pierda el respeto a Su Excelencia –dije intentando ser correcto y midiendo mis palabras al milímetro–, pero lo cierto es que está muy bien.
El abad empezó a entender que algo extraño ocurría allí abajo. Algo que sólo alguien como el Caudillo, reconocido devoto de Santa Teresa y admirador sin igual de su dedo incorrupto, podría promover. Quizá la Basílica fuese la cuna de algún nuevo milagro; aunque aquello lo veía difícil, él abad era un hombre lo suficientemente ilustrado como para saber que los milagros no existen. De pronto se le heló la sangre al pensar en la posibilidad de que el cadáver del Caudillo hubiera sido objeto del sacrilegio de algún rojo rencoroso y desalmado.
– ¿Está… están –el abad no sabía como preguntar por el cuerpo de Su Excelencia sin herir sensibilidades–, están bien los restos del Generalísimo?
 – Sí, sí. Ya le digo que están muy bien, impecables diría yo, padre abad.
La serenidad regresó al rostro del abad mientras se asomaba a la fosa para lanzar un mensaje tranquilizador.
– No te preocupes hijo, enseguida bajarán a rescatarte.
El semblante del Caudillo era inmejorable. El trabajo que hicieron los embalsamadores del Pardo en nada podía envidiar a los profesionales que milagrean en las salas de restauración de cualquier plató televisivo. Tal era el lozano aspecto que lucía el difunto que, amparado por la soledad a la que me condujo aquel incidente tectónico, me tentó la idea de darle un cachetito en su cara. Nadie sería testigo de mi acción, y para mí sería un infinito regodeo poder ser uno de los pocos españoles, quizá el único, que le había dado un sopapo al dictador. Comencé a acercar mi mano, inevitablemente temblorosa, hacia aquella carita de jilguero que tenía el otrora águila imperial. Me fijé en su boca cerrada, en su nariz mortalmente desproporcionada, en sus gafas de sol cuadraditas…, esto me extrañó, pero lo atribuí a algún signo de desenfado que alguno de sus más próximos familiares quiso tener con él en el último momento. Antes de darle la bofetada juzgué digno de hombre probo quitarle las gafas; nunca debe abofetearse a un hombre engafado, por muy muerto que esté. Con mis dos manos las así por sus dos patillas y, cuando hube franqueado aquel giboso apéndice nasal, aparecieron sus dos ojitos sellados, extendí las falanges de mi mano derecha y le propiné un cachete cauteloso; temía que, a pesar de su florido aspecto, se deshiciera al primer toque. Pero vi que no, la cara aguantó el golpe con la dignidad de un púgil; entonces, me envalentoné y le di otro cachetito, aguantó; después un sopapo, lo soportó igualmente; enseguida vi que aquello era adictivo y quise rematar la faena con un buen bofetón antes de que me sobreviniera un síndrome de abstinencia bofetil. Fue cuando ocurrió lo imposible: una vocecilla aguda y débil emergió de entre los cascotes de cemento y las astillas de madera del ataúd: ¡españoles!, dijo aquella voz que no supe ubicar. La inquietud inundó mi ánimo. Allí no estábamos más que el difunto Caudillo, cuya veteranía en su calidad de muerto garantizaba su silencio, y yo. ¡Españoles!, volví a oír. Esta segunda invocación a mis compatriotas impelió mi voluntad de tal modo que trepé por la lápida hasta la superficie sin necesidad de apoyo logístico alguno.
– ¿No han oído eso? –pregunté cuando recuperé el aliento mientras volvía a oírse con una nitidez turbadora aquél: ¡españoles!
El padre abad se hizo a un lado y buscó la mirada cómplice de los falangistas antes de negar de un modo descarado aquella sonora evidencia. ¡Españoles!, volvió a escucharse entre tanto.
– Querido hermano albañil, nosotros no escuchamos nada, el señor funcionario es testigo de ello. Aquí nunca se escuchó nada. ¿Entiende?
No tuve muy claro que contestarle. Era evidente que, por alguna causa que a mí se me escapaba, todos ellos estaban confabulados para no atender aquel lastimoso llamamiento; el cual, si no fuera por la biológica imposibilidad, yo atribuiría al mismísimo Caudillo.
– Bien padre abad, entonces, ¿a qué debo atribuir esa “no” escucha? ¿Alguna alucinación, quizá?
– Querido hermano albañil, no deseaba involucrarle, pero me veo en la obligación de hacerle partícipe de nuestro secretillo –al decir esto volvió una cara de niño travieso hacia el resto de asistentes. ¡Españoles!, seguía escuchándose entre tanto–. Su selladora intervención, querido hermano albañil, debía poner fin a toda una serie de supuestos casos paranormales que, a costa de nuestro Generalísimo Franco Caudillo de España, algunos desalmados, seguramente unos rojos disfrazados de verdaderos españoles de bien, pretendían aventar y con ello hacer lucrativos negocios. Afortunadamente, nos dimos cuenta de una circunstancia trascendental: las nuevas corrientes de vientos procedentes de Madrid, se diría que resurrectores, son los culpables de esas voces que usted cree escuchar. En realidad, no son más que aflautados sones con que el viento, vivaracha creación del Señor, quiere hacernos rememorar tiempos mejores. Unos tiempos cuyos recuerdos salvaguardamos en la Basílica y que son nuestra razón de ser, la base de nuestro existir, y sin los cuales, ni nuestra Congregación, ni la Asociación de Falangistas Nacionalistas Anti… no sé qué, ni la Oficina para la Reorganización Interestatal del Patrimonio Histórico, recibirían las imprescindibles ayudas del Estado para subsistir, y si así subsistimos la mar de bien, para qué probar con otros modos, ¿no le parece, querido hermano albañil? Así pues, intentaremos arreglar todo este desaguisado que el mismísimo Mefistófeles se ha encargado de procurarnos y después sellará la tumba del Caudillo, que Dios Nuestro Señor tenga en su Gloria para toda la Eternidad. Por su motivación en este trabajo no se preocupe, si no salen del Valle de los Caídos esos ecos que el viento madrileño armoniza, será gratificado con generosidad. ¿Ha entendido todo, querido hermano albañil?
Yo lo entendí a la primera, claro que lo entendí. Trabajé como un demonio para poder colocar aquella losa en su original ubicación. Cuando terminé de sellarlo todo, mandaron hacerme una revisión médica en aquella clínica que mi jefe regentaba. Fue la última vez que vi a mi Carmen. Allí, después que el gerente de la empresa me desvelara que él también conocía el secreto de las ventosas flautas con voz de Franco, me diagnosticaron esquizofrenia paranoide y me ingresaron aquí.
– Doctor Mengele ¿Usted cree que saldré pronto?

  Por Diego Pérez