viernes, 19 de octubre de 2012

DISFUNCIÓN PÚBLICA

                          

Siempre he sido una mujer resolutiva y de emprendedor ánimo, pero odio tener que enfrentarme al mundo proceloso, plúmbeo, engorroso, áspero, aflictivo, descorazonador, incansable generador de atrabilis, ponzoñoso pozo de la desidia, escabroso útero del averno, perseverante forjador del desánimo, seguro aniquilador de la ilusión que para mí representa la Administración; pero, mal que me pese, no me queda otro remedio: he recibido la primera propuesta de trabajo después de tres años de paro y no puedo dejar pasar esta oportunidad; además, aunque esté feo el decirlo, las gestiones a realizar son para trabajar en ese mundo que tanto fustiga mi sazón. Se trata sólo de suplir una baja por maternidad, no crean que es algo vitalicio. El caso es que he de comenzar con la peregrinación de todos los trámites burocráticos que me exigen para hacerme el contrato de interinidad. A saber: título de bachillerato o equivalente, certificado de empadronamiento o equivalente, certificado de penales o equivalente, certificado de no incompatibilidad con el cargo o equivalente, certificado de idoneidad del Colegio de Psiquiatras o equivalente (sirve bula pontificia o confesión sacerdotal), declaración jurada de buenas intenciones y comportamientos probos o equivalente. Tengo que elegir por cual de todas estas gestiones comienzo y, como no alcanzo a comprender qué se entiende por las equivalencias, me centro en los epígrafes de cada requerimiento. El título de bachillerato lo aprobé hace más de quince años, pero mi dejadez, mi desorden vital y la falta de necesidad de haber tramitado antes su adquisición física, me obligan a que sea ahora cuando tenga que gestionar su obtención. Me dirijo al instituto de mi antiguo barrio para solicitarlo y, en su lugar, me encuentro con un edificio de viviendas de quince plantas. Tengo que dirigir entonces mis pasos hacia el archivo general del Ministerio de Educación. Una vez allí, entro en un gran despacho repleto de mesas empapeladas de informes, solicitudes y papelillos adhesivos de colores. Tras un enorme mostrador repleto de legajos me atiende una funcionaria que, con un aspecto algo desmejorado (entiéndase por desmejorado: ajado, pachucho; ya que desconozco el aspecto anterior de la susodicha y quizá antes fuera aún peor) inmediatamente se dirige a mí.
- Buenos días. ¿En qué puedo ayudarla?
- Buenos días. Vengo a recoger mi título de bachillerato.
- ¡Uff! Para ese trámite tiene que dirigirse a la mesa cuatro, tras la columna.
Miro a mi alrededor y observo que en aquel gran despacho lleno de mesas, sillas, papeles y carpetas no hay nadie más, sólo la funcionaria ajada y yo.
- ¿Vendrá ahora su compañera? -pregunto con candidez.
La funcionaria me mira como si delante de ella acabara de aterrizar una nave procedente de Orión y yo fuera el primer signo de vida que descendiera de ella. Por fin, contesta.
- Coja número de aquel dispensador y espere su turno.
Con muy pocas esperanzas de ser atendida con prontitud, me dirijo al dispensador al tiempo que veo a la mujer cómo se levanta de su sitio después de rematar con su sello algunos documentos. Decido esperar sentada en unas sillas colocadas frente al mostrador que imagino dispuestas para la espera de los administrados. Antes de sentarme suena la chicharra del turno; miro mi papel y, asombrada, compruebo que coincide con mi número. Me dirijo con prontitud a la mesa cuatro, tras la columna, y allí está la funcionaria deslustrada.
- Uy, disculpe… -le digo con recato-. Creí que era para mí.
- ¿No tiene usted el cincuenta y cuatro?
Miro algo medrosa el número y contesto balbuciente.
- Sí, es el mío, pero como usted…
- Pues, dígame. ¿Qué necesita?
Por un instante dudo de si me esta tomando el pelo o, al menos, intentándolo. Se lo he explicado hace un momento, pero como lo último que quiero es tener problemas con la que podría ser mi futura compañera, insisto en mi petición, ahora en la mesa cuatro.
- Quiero recoger mi título de bachillerato.
- Bien, tiene que rellenar el formulario P-13 y entregarlo en la mesa tres.
Me quedo esperando a que me facilite el formulario P-13, pero como la veo inmóvil, pregunto.
- ¿Y el formulario, donde lo consigo?
Ahora me mira con cara de sorpresa y asombro, como si en aquel primer indicio de vida que descendió de la nave de Orión hubiera reconocido a un primo hermano suyo perdido en la niñez. Finalmente, con un toque de amable displicencia, me indica el procedimiento a seguir.
- El formulario P-13 tiene que recogerlo en el mostrador de la entrada, lo rellena y lo entrega en la mesa tres; después, puede esperar un rato hasta que lo firme la jefa de sección o regresar otro día, como prefiera. Si no tiene mucha prisa…
Me requetemuerdo la lengua para no parecer una ciudadana conflictiva y me despido de ella con gratitud.
- Muchas gracias, muy amable… en el mostrador, ¿verdad?
Allí la dejo revisando otros documentos mientras oigo cómo los remata y remata con su sello, con la habilidad y rapidez que sólo los años de servicio procuran. Me dirijo al mostrador de la entrada con la misma perplejidad con que me dirigí a la mesa cuatro: observando con extrañeza lo vacío de aquella estancia. Me apoyo en el mostrador a la espera de que me atienda algún compañero de la funcionaria pachucha. Empiezo a fantasear con la posibilidad de que debajo de cada una de aquellas mesas se esconda un empleado público súper cachas, de los de anuncio de refresco, de esos que sólo existen en la mente calenturienta de los publicistas; en mi vívida imaginación veo como emergen de las mesas contoneando sus torsos desnudos y sudorosos, esparciendo por todos lados los documentos que tapizan cada uno de los muebles de aquel enorme despacho…
- ¡Oiga, oiga! -me amonesta la funcionaria marchita con un papel tamaño folio en la mano- ¿No necesitaba usted un formulario P-13?
Me despido rápidamente de todos mis futuribles e imaginarios compañeros y recupero la vigilia prestando toda mi atención a aquella pobre mujer que anda loca atravesando todo el despacho de un lado a otro, imagino que cumpliendo con el reglamento establecido.
- ¡Ah!, sí. Muchas gracias.
Tomo el supuesto formulario P-13 y enseguida reparo en que me ha facilitado el formulario P-3. Con tono afable, le hago ver su error.
- ¡Uy! Disculpe, es que con tanto lío… -me contesta sacando inmediatamente un formulario P-13 de debajo de la mesa.
No sé por qué, pero sospecho que debajo de su mesa sí hay alguno de aquellos del torso desnudo, o quizá su rubor se deba al fallo cometido; en cualquier caso, relleno rápidamente el formulario mientras ella continúa con el incansable traqueteo de su sello, ahora haciendo un dueto con la grapadora y alguna somera intervención de la fotocopiadora. Cuando termino de rellenar el formulario me dirijo a la mesa tres con la vana esperanza de encontrar a otra funcionaria, pero la soledad de la estancia persevera. Yo, avispada donde las haya, enseguida reparo en que me falta un requerimiento: coger un número de turno. Me dirijo al expendedor de números y oigo cómo de inmediato cesa el concierto de cámara para sello y grapadora.
- ¡Nooo! -grita la funcionaria percudida- No es necesario que coja número ¿No ve que está usted sola? ¿Qué necesita?
Empiezo a dudar, creo que lo que verdaderamente necesito es un psiquiatra. Sé que una de las dos está loca, pero como no estoy segura de ser yo, me acerco con cautela hasta el mostrador.
- Quiero entregar esta solicitud, para lo de mi título…, ya sabe.
Ella, muy dispuesta, me recoge la solicitud y empieza a leerla por encima.
- Ah…, sí; un formulario P-13. Espere un momento. Mejor coja un número y entréguelo en la mesa tres.
No puede ser, debe tratarse de algún programa de cámara oculta. Empiezo a buscar por toda la sala algún espejo espía tras el cual se escondan el regidor, un cámara y algún presentador gracioso y guaperas; pero no veo nada extraño. Me dirijo nuevamente a las sillas de espera cuando oigo que la puerta se abre, “estoy salvada”, pienso de inmediato. Al menos, en caso de asesinato, habrá un testigo.
Entra una mujer de unos cincuenta años con aspecto lozano y jovial. Lleva un vaso de café de máquina en cada mano.
 - A ver, Margarita. ¿Que tal te has portado con esta señora? -dice la mujer encafetada lanzándome una mirada de complicidad y, casi susurrándome al oído, me aclara algo que me lleva a la comprensión de lo sucedido en los últimos minutos- Es la hermana de mi compañera: con esto de los recortes, hoy cerraban su centro y me ha pedido el favor de hacerme cargo de ella mientras intenta solucionarlo. La pobre estuvo trabajando aquí muchos años y terminó mal. Hay quien dice que la adaptación a los constantes cambios en los planes educativos influyeron; el caso es que ahora está de la cabeza…, ya sabe.
- Ya, ya. Me hago cargo -contesto con gran alivio. Empezaba a dudar de la conveniencia de aceptar un puesto de trabajo que, a priori, prejuzgaba, al menos, tranquilo.
- Dígame -me apunta la mujer una vez ha depositado los cafés en la mesa que ocupaba la deslustrada- ¿En qué puedo ayudarla?
- Quería recoger mi título de bachillerato -digo regodeándome en la segura prontitud con que ahora se resolverá mi gestión.
- Ah…, sí…, diríjase a la mesa cuatro, tras la columna; coja número de aquel dispensador y espere su turno.




Colaborador de Liebanízate

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TIEMPOS MODERNOS

Hoy, como todos lo primeros lunes de cada mes, visita el centro escolar el representante provincial del subdelegado del Gobierno para Asuntos Emocionales. En el pasillo, antes de entrar en el aula, departe con el profesor para aclarar algunas observaciones que apuntó el mes pasado.
- Este niño: Manuel Castelao Boronat, es el chico del que trabaja en Hacienda, ¿verdad? -le pregunta el funcionario a don Honorio al tiempo que relee la lista en su cuadernillo de tapas negras.
Don Honorio mira de reojo la lista y contesta con un toque de recelo en sus palabras.
- Sí…, creo que sí.
- ¿Ha tenido alguna mejoría durante este mes?
- Yo…, yo creo que sí.
El funcionario capta una leve señal de inseguridad en la respuesta de don Honorio y, retirando con energía su libreta negra, clava sus ojos emergentes del profundo bosque de sus cejas en los titilantes ojillos del profesor.
- ¡¡Creo!! -ruje el funcionario- ¿Es esa la respuesta de un profesor nacional? Por favor, don Honorio. Hace muchos años que le conozco y no me gustaría verle caer en una jubilación prematura y expedientada. Pasemos al aula.
En cuanto la puerta comienza a abrirse, el murmullo de voces infantiles que inundaba el pasillo muda a un chirriar de patas de sillas, todos los chicos terminan de colocarse firmes tras su pupitre.
- ¡¡Buenos días don Honorio!! -gritan al unísono.
El profesor les hace un gesto con su mano para que tomen asiento al tiempo que, cabizbajo, se dirige a su tarima acompañado del funcionario. La cara de don Honorio irradia preocupación, su habitual gesto bonachón ahora es adusto, casi hostil. Conoce las consecuencias que tendría para el pobre Manuel que aquel funcionario le hiciera cumplir un curso de reeducación, pero no está en su mano poder ayudarle.
El funcionario se coloca delante de don Honorio, cruza sus manos en su espalda y mira con pose desafiante a cada uno de los chicos; estos, a medida que les va tocando el turno de mirada, lanzan sus ojos al suelo aterrados, incapaces de aguantar aquella ojeada animal que parece salir del mismísimo averno.
- Señores -dice finalmente con aire de disciplina castrense-, procedamos con el primer ejercicio de hoy: pensemos en español lo que cada uno de nosotros podemos hacer para que nuestro adamantino país sea cada día más grande y poderoso. Vamos chicos, demos una lección de amor a la Patria a aquellos huérfanos de sangre española. ¡Recuerden, piensen en español!
El funcionario sabe que le harán caso, su táctica no falla. Cada mes denuncia a alguno de los alumnos, en ocasiones de manera aleatoria y otras veces por algún interés personal; de ese modo, sabe que todos pensaran en español. Los chicos no saben cómo lo averigua, pero sí conocen las consecuencias que mes tras mes sufren los que él asegura pillar pensando en otra lengua.
- ¡¡Manel!! -grita desde la tarima apuntando con su dedo índice a la cabeza del chico.
Manuel da un respingo e instintivamente se levanta y se coloca en posición de firme tras el pupitre.
- ¡Vaya! Este joven -dice el funcionario dirigiendo su discurso al resto de la clase-, no sólo pensaba en catalán, sino que, además, contesta a los estímulos que en tal lengua se le aplican.
Don Honorio cierra sus ojos con tristeza mientras hace leves movimientos de negación con su cabeza; Manuel no merece esto, es un crío respetuoso y buen estudiante. Quizá sea verdad que su madre, catalana de nacimiento, le llame Manel en la intimidad, pero eso no justifica su internamiento en el curso de reeducación emocional. Don Honorio no puede hacer más que intentar convencer por las buenas al funcionario. Se aproxima a él y le posa su mano en el hombro para llamar su atención del modo más discreto posible; el funcionario se vuelve y pregunta con su siniestra mirada a don Honorio el porqué de su llamada de atención.
- Verá -le dice casi susurrando en su oído-, este crío no es mal español. Es verdad que quizá su madre no tenga el cuidado necesario a la hora de orientar su amor por España, pero…
- No, don Honorio, usted no me convencerá con sus buenas palabras; el buen español siempre ha de pensar en la lengua de su Madre Patria. Quiero una cita con los padres de este chico; después, veremos qué hacer con él.
Cuando el funcionario de Asuntos Emocionales sale del aula con don Honorio camino de la secretaría, Manuel se derrumba y cae en un llanto sordo que el resto de sus compañeros respetan con un absoluto silencio. El resto del día es angustioso para todos. A duras penas terminan la jornada con el temor de la entrevista que aquella misma tarde tendrá el funcionario en casa de Manuel.
Las horas de espera son pura tortura. El funcionario dijo que se presentaría en casa de los Castelao a las ocho en punto de la tarde, son las ocho y dos minutos cuando suena el timbre de su casa y Manuel intercambia una mirada de terror con sus padres.
- Será él -dice Gloria, la madre de Manuel, mientras se levanta para abrir la puerta.
- Buenas tardes ¿Es usted la madre de Manuel Castelao Boronat? -pregunta el funcionario mientras lee en su libreta de tapas negras.
- Sí pase, pase ¿Quiere un café? -le pregunta con sumisión.
- No, gracias señora, no estamos para cafés -contesta con sus ojos aún más hundidos entre la maleza de sus cejas y sin hacer intención de entrar- Si está su marido en casa, hágale salir.
- Sí, claro. Manel… -de inmediato Gloria se da cuenta de su error e intenta remediarlo torpemente- Huy… disculpe, son los nervios. Manuel, el señor funcionario quiere verte.
Manuel se levanta del sillón y, antes de adentrarse en el pasillo, le hace una carantoña en la cabeza a su hijo queriendo tranquilizarle.
- ¿Es usted Manuel Castelao? -le pregunta aún desde el rellano del portal.
- Sí, pero… pase, pase, estaremos más cómodos en el salón.
El funcionario ahora sí entra en la casa observando cada detalle de sus paredes, se diría que buscando algún indicio de poca españolidad. Cuando llegan al salón, el niño Manuel se levanta de inmediato colocándose firme y con la mirada fija en el suelo.
- ¿Pueden dejarme a solas con su marido? -pregunta el funcionario a una Gloria que tirita de miedo.
El funcionario ya parece estar más cómodo, separa una silla de la mesa cuadrada que regenta el salón y se sienta esperando que le acompañe Manuel.
- Bien -dice mientras ojea de nuevo su libreta de tapas negras- Ya estará al corriente de las alteraciones emocionales que padece su hijo -le mira a los ojos sin levantar su cabeza de la libreta; esperando la respuesta transcurren cinco eternos segundos.
- Sí, algo me ha comentado, pero…
- No, no, no. No empecemos con peros ni con excusas absurdas. Su hijo actuó con deslealtad a la Patria y usted sabe que esa actitud alevosa merece un castigo.
Manuel calla mordiéndose el orgullo e intentando que el enojo del funcionario no aumente. Él también trabaja en la función pública y sabe que ante un Tribunal de Estado no tendría ninguna posibilidad. Pero, de un modo inadvertido, aquellas amenazas del funcionario comienzan a tomar otro rumbo.
- Manuel…, veamos como podemos solucionar este agravio que España no merece. Usted también cede sus desvelos por mejorar nuestra Patria desde su trabajo, ¿verdad?
- Así es, desde el Ministerio de Hacienda, en el área de subinspección de Patrimonios Indeclarables y Grandes Fortunas, para servirle en lo que España necesite.
- Bien, bien, bien… -dice el funcionario mientras se remueve en la silla aparentando no encontrar postura cómoda- Usted sabe que en Asuntos Emocionales somos intransigentes con las cuestiones identitarias, no obstante, hay muchas formas de demostrar el amor a la Patria. Las obvias las soslayaremos, centrémonos en aquellas que, de un modo u otro, no merecen tanto celo por el personal que, como usted o como yo mismo, no cejamos en nuestra obligación de ahondar en el amor patrio y siemp…
Tanto circunloquio empieza a tranquilizar a Manuel. Mientras oye sin escuchar lo que continúa charloteando el funcionario, él comienza a reflexionar sobre las causas de tal ambigüedad en su discurso. Su experiencia le dice que cuando alguien que tiene potestad, derecho y obligación de castigar, no lo hace de modo inmediato, es que esta buscando congraciarse con el castigable. Es sólo cuestión de tiempo que el funcionario, otrora feroz cancerbero del orgullo patrio, comience a soltar presión. Entre estas meditaciones recae de nuevo en la charla del funcionario.
- … y aunque parezca contradictorio, siempre, se lo digo de corazón, siempre, lo haré por amor a España.
- ¿Qué? -pregunta Manuel ocasionando un tremendo desconcierto en su interlocutor.
- ¿Cómo? -contesta el funcionario a punto de naufragar en la confusión.
- Disculpe, es que estaba pensando en otras cosas y no me he concentrado en su discurso. ¿Podría repetirme las últimas frases?
El funcionario no sabe hasta que punto puede ser cierto que Manuel no estaba atento a su discurso o finge no haberse enterado de su sugerencia para no caer en la prevaricación. En adelante ha de ir con pies de plomo: sabe que trabaja en Hacienda, pero no tiene ni idea del cargo que ostenta.
- Veamos, Manuel. Lo que he venido a decir es que, entre compañeros, debemos mostrar toda la ayuda posible para luchar contra lo antiespañol. Por otro lado, ni yo ni mi familia, españoles de bien y sensatos ciudadanos, creemos ser merecedores de las molestias de su departamento, pues, aunque poseemos un patrimonio nada despreciable, este no hace sino acrecentar el valor intrínseco de nuestra España; por tanto, vengo a solicitarle que centre sus oficios en los antipatriotas que menguan con sus ardides antiespañolistas las arcas de nuestra Madre Patria y sea laxo con los que, como yo mismo, izamos nuestro corazón para aventarlo junto a la enseña nacional. En cuanto a lo de su chico..., a fin de cuentas, ¿quien no comete algún pecado en la intimidad del hogar? Yo mismo me descubrí el otro día diciendo a mi esposa: “a más, a más”; fíjese, que antiespañolada.
Manuel se le queda mirando muy fijamente. Su cara es seria y serena, quiere reflejar paciente odio. El funcionario está acostumbrado a mantener discusiones violentas y arengados discursos, pero esa mirada de Manuel le inquieta hasta el punto de tener que esquivarla lanzando la suya al suelo. Manuel se aproxima a la silla que le enfrenta al funcionario y con una parsimonia sádica se acomoda en ella, cruza sus manos posándolas sobre la mesa al tiempo que un suspiro suyo atruena en el salón.
- Molt bé, molt bé, molt bé. Què fem ara? -dice Manuel finalmente causando desasosiego en el funcionario que tensa sus mandíbulas para morder su rabia.
El representante provincial del subdelegado del Gobierno para Asuntos Emocionales cruza ahora su mirada con Manuel y, masticando las palabras, contesta.
- Oblidem tot?



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