domingo, 23 de diciembre de 2012

NO ES SOLO UN CUENTO DE NAVIDAD

Suena el despertador y Sánchez se levanta como cada día, malhumorado, jodido con la vida y con sabor a lagarto muerto en su boca: es solo un día más.
Para él es un día más, pero en la calle se respira un ambiente absurdamente festivo. Como cada año en estas fechas, una mueca de forzada bondad se tatúa en la cara de los transeúntes. Con bobaliconas sonrisas se ceden el paso al cruzarse en la entrada de cualquier establecimiento musitando un manido “Felices Fiestas” o un más absurdo aún “Feliz Navidad”; son los mismos que una semana antes apuraban el paso para poder dar al vecino con la puerta en las narices. Pero Sánchez no cambia su actitud por ese tipo de convencionalismos sociales, la soledad en la que se sumió desde que fallecieron sus padres no le ofrece ningún estímulo que le haga cambiarla, y a estas alturas de su vida, pasada la cincuentena, no se plantea la posibilidad de encontrar una pareja que le aporte la necesaria ilusión para el renuevo de su anodina vida. Se pone su gabán gris, toma su maletín de cuero marrón y sale del portal hacia el garaje. En la puerta está Alberto, como cada día, está barriendo la acera con lo que ya maneja con tal habilidad que  se diría apéndice natural de su cuerpo.
- Buenos días, señor Sánchez -le dice con sonrisa propinera.
Sánchez se queda un poco extrañado y lanza una mirada atónita hacia Alberto; finalmente, le ignora. Hace no menos de diez años que el portero trabaja en esta finca, no entiende porqué le ha llamado señor Sánchez, es más, Sánchez recapitula los nombres de sus vecinos y no recuerda encontrar ningún Sánchez, no entiende ese lapsus de Alberto, pero tiene prisa y continua su marcha sin darle mayor importancia. Cuando, como cada día, entra al garaje, el conserje está cambiando un fluorescente de la entrada y, subido a una silla, le mira de soslayo para saludarle.
- Buenos días, señor Sánchez.
Sánchez para de golpe y se le queda mirando fijamente.
- Benjamín, ¿qué día es hoy? -le pregunta con el único ánimo de iniciar una conversación.
- Veintitrés de diciembre, señor Sánchez. Ya falta poco para cenar con la familia.
- Para quien la tenga, Benjamín, para quien la tenga -Sánchez continúa un rato parado frente al conserje, no sabe si preguntarle…- Benjamín -dice finalmente-, ¿por qué me llama señor Sánchez?
Benjamín le mira con extrañeza, Sánchez siempre le pareció un tipo algo especial.
- ¿Cómo habría de llamarle? Hace mucho que le conozco, señor Sánchez, pero no sé cuál es su nombre de pila.
Sánchez zarandea su cabeza con un movimiento casi espasmódico, parece que el mundo confabula contra él con algún tipo de juego de despiste; prefiere no darle más importancia y se dirige al coche con el convencimiento de que alguien está detrás de aquella especie de locura colectiva.
Sánchez llega al aparcamiento de su oficina dos minutos más tarde del tope que, desde hace más de veinte años, se impuso a sí mismo como hora máxima de llegada; su vida gira ahora entorno a ese tipo de tragedias cotidianas. Entra en la cafetería que está debajo de su oficina, como cada día, y pide un café americano bien caliente mientras despliega la prensa deportiva, como cada día.
- Ahora mismo señor Sánchez -le grita el camarero, como cada día.
Sánchez pega un respingo en su banqueta y lanza una mirada nerviosa y desconfiada a su alrededor. ¿Quién está detrás de esto? Se pregunta descubriendo la soledad del local. Sánchez empieza a sospechar que algo no va bien en su cabeza, no puede ser que todo el mundo esté contra él, que todos se empeñen en llamarle señor Sánchez…, pero cae en la cuenta de algo en lo que él mismo no había reparado: no recuerda cómo se llama. Un miedo cerval anega su entendimiento ¿Cómo es posible que no recuerde su propio nombre? Aterrado, deja el dinero del desayuno sobre el mostrador y sale precipitadamente del local, no sabe a dónde ir, no sabe qué hacer para que sus recuerdos sobre sí mismo regresen a su cabeza. Todos estos años con la misma rutina diaria le habían vaciado su memoria hasta conseguir hacerle ignorar su propio ser. Tropieza con los viandantes que le abroncan a su paso, pero él continua corriendo sin conocer su rumbo.
- ¡Ángel! ¡Ángel! ¿No te acuerdas de mí?
Oye a su espalda al tiempo que sus piernas se paralizan. No puede ser, piensa, aquella voz…, hace demasiados años, es imposible. En su confundida cabeza comienzan a brotar recuerdos de su niñez: el olor a mies de la tahona del pueblo, cree ver como crepitan los troncos en el hogar de sus abuelos, las tardes de primavera cazando renacuajos en el abrevadero, aquel olor…, aquella voz…
- Soy yo, Paula. Feliz Navidad.


Por Diego Pérez


Colaborador de Liebanízate

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