jueves, 27 de noviembre de 2014

QUIEN FUERA PAPEL


Imagino tus ojos persiguiendo estas letras, agrupándolas e intentando adivinar el mensaje que finalmente posarán sobre el papel
Un papel que emborrono, que se deja emborronar a cambio de la promesa de una caricia de tus ojos
A cambio del cosquilleo de tus ojos en su vaivén, su izquierda a derecha, su renglón abajo...
Quien fuera papel para recibir una mirada tuya, ilusionada por descubrir
Quien fuera papel para sentir la cosquilla de tus ojos, paseantes incansables
Quien fuera para que lo manosees, para que lo llores, lo rías
Quien fuera papel para contarte mil historias escritas
Quien fuera papel en que escribieras tus deseos, tus anhelos, tus sueños... y me guardases con tu rosa
Quien fuera papel en que escribieras tus miedos, tus odios, tus errores... y me quemases con tu vela
Quien fuera papel para que leyeras en mí toda tu vida.

lunes, 24 de noviembre de 2014

FE DE OTOÑO

Los que me conocéis bien sabéis que mi fe no mueve montañas; vamos, es que no mueve ni un montoncito de arena, o sea, ni las hojas que el otoño cede al suelo con la generosidad de una muerte baldía se ven agitadas por mi fe. Lo reconozco, para cuestiones de religiosidad soy un caso perdido. No obstante, siempre hay un pero que puede salvar el alma de un ser impío como yo. En los últimos veintitantos años que llevo dando vueltas con mi taxi por las calles de Madrid, me ha ocurrido lo que voy a contaros no más de diez o doce veces. Siempre han sido personas mayores, generalmente mujeres, las que después de concluir el servicio me han regalado la estampita de algún santo, beato, virgen o adlátere de deidad alguna de su más profunda devoción. Hasta hace poco recibía esos presentes como una oblación que la anciana en cuestión hacía a su dios, despersonalizando así la supuesta intención de agasajo para conmigo; ningún sentimiento de gratitud ni confort espiritual alguno afloraba en mí, más bien al contrario, sentía un poco de desazón al ver aquel gesto como una suerte de proselitismo contra mí. Pero debe ser que la edad hace mella en toda alma, por irreverente que esta sea: la última ocasión en que tal ofrenda se me ha dado (ayer) fue de un modo pretendidamente anónimo, la anciana se bajó del taxi con la dificultad que su avanzada edad la proveía y yo revisé con un somero vistazo el asiento trasero para evitar el descuido del bolso, bastón, bolsita de la farmacia, sobre con informes médicos…; pero en el hueco de la puerta trasera me pareció ver algo, cuando agucé la vista intuí la imagen de un Jesucristo de los que la iconografía cristiana nos tiene acostumbrados: con su corona de espinas, sus gotitas de sangre en la frente… La anciana ya alcanzaba la acera cuando vi cómo se persignaba echando un último reojo al taxi. La verdad es que sentí gratitud hacía ella, no porque mis creencias se hayan modificado y la Luz se presente ante mí (sigo viendo igual de oscuro el otro lado de la vida), pero el gesto con el que la anciana quería ofrecerme la protección que ella cree Todopoderosa, su ánimo de que a un completo desconocido le proteja lo que ella cree infalible, me hace pensar que ha sido generosa conmigo. Dicho esto, la próxima semana, con motivo de no sé qué leches de misa familiar que últimamente montan en Madrid cada primeros de diciembre, me “cagaré en to”, como es tradición en mí.

lunes, 4 de febrero de 2013

FUEL LOVE



El bip, bip, bip de cada mañana le arranca de sus cada día más desasosegantes sueños. Abre sus ojos y la negrura perdura. Son ya cerca de tres meses, pero aún no se acostumbra a su nueva realidad. Una mañana más no sabe donde está; desde luego, aquella no es la habitación de su casa. Hasta que no termine de recuperar algún retazo de consciencia no abandonará su habitual turbación matutina. Por fin, recuerda que junto al cabecero de la cama hay un interruptor que dará paso a la macilenta luz que romperá el negro que le rodea. Renace a sus ojos el parco mobiliario que colma la pequeña sala: una esquelética estantería que, vacilante, sostiene a duras penas todos los enseres con los que compartiría el resto de sus días; una pretenciosa silla con algo parecido a dos reposacodos y una tabla soportada por cuatro palos con aspiraciones de mesa.
Una infinita congoja recorre su alma cuando recuerda sus días pasados, aquellos en que todo el mundo veía en él a un tipo feliz. Tuvo que deshacerse de su antigua casa, allí se crió y vivió los mejores años de sus padres; también se desprendió de la hectárea larga por la que su abuelo paterno se jugó la vida en guerra; toda la plata de su madre; la gran colección de monedas que su padre atesoró durante sus largos años de trabajo en la pequeña tienda de filatelia que regentaba… Tuvo que vender todo su pasado, pero la causa no podía ser más noble: todo lo hizo por amor.
Recuperada su vigilia se levantó con ánimos renovados, con un par de pasos tambaleantes, se acercó a la estantería-ropero. Hoy quería sorprenderla, sospechaba que hoy sería un día especial y no quería dejar pasar la oportunidad de ahondar más en el cariño que sabía correspondido.
Sánchez eligió la camisa azul celeste que tanto le gustara a su madre para combinarla con una americana de cuadros marrones perfilados con finas hileras de rojo y amarillo, los pantalones caqui eran incuestionables en perfecta combinación con una corbata verde primavera.
Para todo el que no conociera bien a Sánchez, su aspecto exterior podía parecerle grotesco, pero aquel que tenía la suerte de conocerle en profundidad sabía que lo chocante de su aspecto era proporcional a la bonhomía que desprendía su personalidad; de esta circunstancia sacaban buen provecho no pocos de un entorno de amistades cada vez más reducido, en los últimos tiempos ya casi nadie mantenía relación con un Sánchez cada vez más hosco y huraño.
Después de un desayuno inexistente por exceso de frugalidad, dejó la taza de la infusión de manzanilla en el fregadero y tomó las llaves de su viejo Cadillac. Esta fue, bajo su criterio, una de las adquisiciones más afortunadas de su vida, consumía cerca de veinticinco litros de combustible a los cien kilómetros, lo que le permitía visitar la estación de servicio con  una asiduidad que colmaba sus anhelos de amor.
Tomó la N-I y la ilusión invadía su ánimo, como cada mañana. Cincuenta kilómetros serán suficientes, pensó. Un repostaje de quince o veinte litros le permitirán repetir hoy la operación no menos de tres veces.
Accionó el intermitente y el tic tac del indicativo se acompasaba con el galopar de su corazón; sudor en sus manos; la boca seca; un extraño zumbido atronaba en su cabeza a medida que se aproximaba al surtidor. El cuatro, tenía que ser el cuatro; ella estaba allí, eterna, siempre esperándole con la dulzura que le enamoró.
Descolgó la manguera e hizo el primer repostaje de la mañana: veinte litros de gasolina de 95. Se acercaba el momento que cada día le hacía estremecer; el vello erizado, el pulso tembloroso, casi no atinaba a colgar la manguera del surtidor número cuatro…, no era dueño de sí. Entonces apareció aquella voz sensual por la que toda su vida cambió: “Sin mover su vehículo pase por caja. Muchas gracias y buen viaje”.
Sánchez miró fijamente al surtidor y contestó lo único que pudo: “Muchas gracias a ti, mi amor”.



domingo, 23 de diciembre de 2012

NO ES SOLO UN CUENTO DE NAVIDAD

Suena el despertador y Sánchez se levanta como cada día, malhumorado, jodido con la vida y con sabor a lagarto muerto en su boca: es solo un día más.
Para él es un día más, pero en la calle se respira un ambiente absurdamente festivo. Como cada año en estas fechas, una mueca de forzada bondad se tatúa en la cara de los transeúntes. Con bobaliconas sonrisas se ceden el paso al cruzarse en la entrada de cualquier establecimiento musitando un manido “Felices Fiestas” o un más absurdo aún “Feliz Navidad”; son los mismos que una semana antes apuraban el paso para poder dar al vecino con la puerta en las narices. Pero Sánchez no cambia su actitud por ese tipo de convencionalismos sociales, la soledad en la que se sumió desde que fallecieron sus padres no le ofrece ningún estímulo que le haga cambiarla, y a estas alturas de su vida, pasada la cincuentena, no se plantea la posibilidad de encontrar una pareja que le aporte la necesaria ilusión para el renuevo de su anodina vida. Se pone su gabán gris, toma su maletín de cuero marrón y sale del portal hacia el garaje. En la puerta está Alberto, como cada día, está barriendo la acera con lo que ya maneja con tal habilidad que  se diría apéndice natural de su cuerpo.
- Buenos días, señor Sánchez -le dice con sonrisa propinera.
Sánchez se queda un poco extrañado y lanza una mirada atónita hacia Alberto; finalmente, le ignora. Hace no menos de diez años que el portero trabaja en esta finca, no entiende porqué le ha llamado señor Sánchez, es más, Sánchez recapitula los nombres de sus vecinos y no recuerda encontrar ningún Sánchez, no entiende ese lapsus de Alberto, pero tiene prisa y continua su marcha sin darle mayor importancia. Cuando, como cada día, entra al garaje, el conserje está cambiando un fluorescente de la entrada y, subido a una silla, le mira de soslayo para saludarle.
- Buenos días, señor Sánchez.
Sánchez para de golpe y se le queda mirando fijamente.
- Benjamín, ¿qué día es hoy? -le pregunta con el único ánimo de iniciar una conversación.
- Veintitrés de diciembre, señor Sánchez. Ya falta poco para cenar con la familia.
- Para quien la tenga, Benjamín, para quien la tenga -Sánchez continúa un rato parado frente al conserje, no sabe si preguntarle…- Benjamín -dice finalmente-, ¿por qué me llama señor Sánchez?
Benjamín le mira con extrañeza, Sánchez siempre le pareció un tipo algo especial.
- ¿Cómo habría de llamarle? Hace mucho que le conozco, señor Sánchez, pero no sé cuál es su nombre de pila.
Sánchez zarandea su cabeza con un movimiento casi espasmódico, parece que el mundo confabula contra él con algún tipo de juego de despiste; prefiere no darle más importancia y se dirige al coche con el convencimiento de que alguien está detrás de aquella especie de locura colectiva.
Sánchez llega al aparcamiento de su oficina dos minutos más tarde del tope que, desde hace más de veinte años, se impuso a sí mismo como hora máxima de llegada; su vida gira ahora entorno a ese tipo de tragedias cotidianas. Entra en la cafetería que está debajo de su oficina, como cada día, y pide un café americano bien caliente mientras despliega la prensa deportiva, como cada día.
- Ahora mismo señor Sánchez -le grita el camarero, como cada día.
Sánchez pega un respingo en su banqueta y lanza una mirada nerviosa y desconfiada a su alrededor. ¿Quién está detrás de esto? Se pregunta descubriendo la soledad del local. Sánchez empieza a sospechar que algo no va bien en su cabeza, no puede ser que todo el mundo esté contra él, que todos se empeñen en llamarle señor Sánchez…, pero cae en la cuenta de algo en lo que él mismo no había reparado: no recuerda cómo se llama. Un miedo cerval anega su entendimiento ¿Cómo es posible que no recuerde su propio nombre? Aterrado, deja el dinero del desayuno sobre el mostrador y sale precipitadamente del local, no sabe a dónde ir, no sabe qué hacer para que sus recuerdos sobre sí mismo regresen a su cabeza. Todos estos años con la misma rutina diaria le habían vaciado su memoria hasta conseguir hacerle ignorar su propio ser. Tropieza con los viandantes que le abroncan a su paso, pero él continua corriendo sin conocer su rumbo.
- ¡Ángel! ¡Ángel! ¿No te acuerdas de mí?
Oye a su espalda al tiempo que sus piernas se paralizan. No puede ser, piensa, aquella voz…, hace demasiados años, es imposible. En su confundida cabeza comienzan a brotar recuerdos de su niñez: el olor a mies de la tahona del pueblo, cree ver como crepitan los troncos en el hogar de sus abuelos, las tardes de primavera cazando renacuajos en el abrevadero, aquel olor…, aquella voz…
- Soy yo, Paula. Feliz Navidad.


Por Diego Pérez


Colaborador de Liebanízate

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sábado, 15 de diciembre de 2012

ESTO NO ES LO QUE PARECE, TE LO PUEDO EXPLICAR

Dádivas, regalos, presentes, obsequios…; incluso ofrendas, pero nunca cohechos. En la deferencia que los doctorandos suelen tener con sus directores de tesis nunca se debe buscar intención aviesa, nunca un propósito que no sea el de agradecer, de un modo más o menos explícito, la atención prestada y fomentar la buena camaradería entre futuros compañeros de fatigas docentes. Pero en esto, como en casi todo, siempre hay quien no sabe encontrar la fina línea que delimita el buen gusto de la ordinariez, lo desenfadado de lo grotesco, lo cómico de lo histriónico. Algo de esto les ocurrió a los protagonistas de este relato basado en un hecho real: una catedrática de Sociología y su circunstancial “cómplice”, también docente. De ellos omitiré cualquier dato que pueda identificarles; no porque incurran en culpabilidad alguna en el hecho que referiré, sino porque sus carreras son lo suficientemente serias y dignas de loa como para verse mancilladas por asusto sórdido alguno. A ella, para una más ligera factura del relato, le llamaremos Carmen; así, al resto de intervinientes, iremos poniéndoles nombres igualmente supuestos.
Llegó el día en que Carlos debía defender su trabajo de investigación frente al tribunal. Su tesis versaba sobre la capacidad persuasiva del lenguaje gestual cuando este se apoya en una autoestima estimulada por el uso de ropa interior rica en ornamento y oropel. Carmen accedió a tutelar tan pintoresca tesis por no hacer de menos al novio de una sobrina de su marido: Roberto; también entregado al mundo de la docencia, pero en una disciplina de la que el susodicho novio no podía sacar tajada alguna. Concluyó la exposición del doctorando de un modo que sorprendió gratamente a Carmen. Carlos estuvo realmente brillante en la defensa de su tesis. No en vano, la tradición familiar en el negocio de la venta al por mayor de ropa interior femenina, había formado su criterio en esas lides de un modo excepcional; tanto, que el resto de compañeros que formaban el tribunal felicitaron a Carmen con una vehemencia inusual por haber sabido encauzar de un modo tan sobresaliente, y expedito de grosería, un tema que podría adentrarse con facilidad en una procelosa senda hacia la vulgaridad. Aquello quedó como una anécdota más, digna de todo elogio, en el ya encomiástico currículum de Carmen, cuya veteranía estaba a punto de posarla en una merecida jubilación.
Los días continuaron sucediéndose con la normalidad que marca la vida académica: clases, alumnos, exámenes, algún cotilleo extrafacultativo… Es en este punto a partir del cual proseguirá nuestra historia.
El mensajero recalcó hasta la fatiga a María, la bedela de la planta baja, que era un encargo personal para la catedrática de Sociología y que bajo ningún concepto debería pasar por mano ajena a las suyas o las de la propia catedrática. Tan era así, que María tuvo que emplearse a fondo mostrando su lado menos amable para que el recadero cediera la responsabilidad de la entrega en ella.
- O me das la caja, o tú no pasas aquí por mis santos cojones -le indicó, quizá con exceso de celo.
El emisario, viendo que los atributos de María tal vez no cumplieran los cánones de santidad, pero sí desde luego los de bravura, cedió el paquete a la bedela no sin antes conminarla a firmar un albarán que María rompió delante de él. María era así. Tomó la caja y se dispuso a subirla al despacho que Carmen compartía con Simón, profesor de Historia de las Civilizaciones.
- ¡Alto ahí! -le gritó el jefe de bedeles desde la oficinilla que ocupaba junto a la puerta de entrada- Si subes al despacho de Carmen entrega esta caja a Simón, haz el favor. Ayer lo trajeron de Antropología como un encargo confidencial.
- Joder con los secretitos -espetó María con su sempiterno tono amable.
María, aunque gruñona, siempre atendía los requerimientos de los compañeros con una presteza que estos no elogiaban más porque su agrio carácter lo impedía. Tomó las dos cajas y se dirigió al ascensor rezongando para sí. Cuando entró al despacho de Carmen y Simón sólo estaba Rosa, la secretaria que ambos compartían.
- ¿No están la madame y el monsieur? -preguntó con tono irónico.
- Están reunidos -contestó Rosa con voz poco convincente.
- Pues aquí te dejo estas cajas, son para ellos. Esta es para Carmen y esta para Simón. No sé que coño llevarán, pero ten cuidado no se vaya a romper lo de dentro. Hija, lo han dejado con un misterio que…
Cuando salió María del despacho a Rosa ya se le había olvidado cual de las cajas era para quién, pero tampoco le dio demasiada importancia, a fin de cuentas, los paquetes que solían recibir no eran más que algunos libros de compañeros o copias encuadernadas de las tesis de los doctorandos. La mañana pasó sin más novedad; fue cuando Rosa estaba recogiendo para marcharse a casa, cuando entraron por la puerta del despacho Carmen y Simón.
- Estas cajas son para ustedes -dijo mientras cogía su bolso y se despedía.
Simón las miró sorprendido, hacía tiempo que esperaba con ilusión que su cuñado, encargado de mantenimiento en el Museo de Arte Precolombino de Cuzco, le enviase una pieza que, según un colega antropólogo, se trataba de una talla en madera de origen inca: el magnífico cetro de mando de algún cacique con la forma de un poderoso falo erecto.
Carmen no esperaba nada especial, quizá alguna caja de bombones que su doctorando, experto en ropa interior, hubiera tenido a bien mandar para deleite de la gente de su departamento. En cualquier caso, tenía un poco de prisa: Roberto, su marido, había quedado en ir a recogerla para comer juntos; le dijo a Simón que abriera las dos cajas mientras terminaba de consultar unos artículos en el ordenador.
Cuando María, la bedela, vio entrar a Roberto, supuso que iba a buscar a Carmen e inmediatamente recordó el recado de las cajas. Le faltaban aún quince minutos para terminar su horario laboral y pensó que sería buena idea acompañarle y cerciorarse de que habían llegado bien a sus destinatarios.
Simón arrancó el precinto con la impaciencia del niño que descubre un juguete, levantó la tapa de cartón y... Su cara se convirtió en un poema: decenas de trapitos de mil colores inundaban la caja; todos ellos dobladitos y colocados en fila con un escrupuloso orden cromático.
- Carmen, ¿esto qué es? -preguntó entre sorprendido y escandalizado.
La catedrática miró de soslayo la caja y al instante la remiró con sus ojos intentando salirse de su fisonómico receptáculo.
- ¡La madre que le pario! ¡¡¡Son bragas!!! ¡Ay, por Dios! Qué vergüenza. Pero, ¿ese chico está loco? ¡Ay, por Dios! ¿Y cómo me voy a casa con una caja llena de bragas? Mi marido va a pensar que la loca soy yo.
Tras muchos años de compartir despacho, ninguno de los dos tenía reparo alguno en hacer cualquier tipo de comentario por procaz o salido de tono que pudiera parecer a oídos extraños.
- Regálaselas al Excelentísimo y Magnífico, quizá le guste el detalle.
 A carcajada batiente, Simón comenzó a manipular la otra caja seguro de que sería su anhelado falo inhiesto. Procedió a la rotura del precinto aún con más entusiasmo que con la primera y, efectivamente, bajo la tapa de cartón, se hallaba un formidable pene tallado en madera con inscripciones de simbología inca a su alrededor. Su tamaño, de al menos cuarenta centímetros, llamó poderosamente la atención de Carmen.
- ¡Vaya! Las mujeres incas no se andaban con tonterías. A ver, déjamelo un momento.
Simón estaba extasiado, tenía en sus manos una pieza de, al menos, ochocientos años de antigüedad. Se ladeó con intención de posarlo con mimo en las manos de Carmen, pero como no tenía ojos más que para el erguido miembro, tropezó con el cable del ordenador e intentó que la caída, ya inevitable, no afectara al cetro. El imponente badajo no sufrió daño alguno, pero todo lo que estaba posado en la mesa, incluida la caja llena de braguitas de colores, voló por el aire yendo a parar del modo más disperso posible por todo el despacho. Carmen se acuclilló para empezar a recoger bragas mientras reía de un modo espasmódico. Colocó aquel símbolo del poder masculino sobre el regazo de Simón que, sentado en el suelo, también reía mientras le colgaban bragas de las orejas. En aquel inoportuno momento, María abrió la puerta del despacho con su habitual brío, dándose la fatal circunstancia de que Carmen paró el empellón de la puerta con su trasero, yendo a caer de bruces contra Simón. La imagen que recibieron María y Roberto, fue la de Carmen tumbada a horcajadas sobre Simón mientras por su trasero sobresalía el bálano de madera y de la cabeza de Simón colgaban no menos de tres bragas con encajes rojos y fucsias.
- Quizá no llegamos en buen momento -dijo María buscando un agujero por el que pudiera tragarle la Tierra.
Roberto, con una gran retranca, fue menos velado en su comentario y con sonrisa socarrona tiró a dar.
- Carmen, intuyo que no es lo que parece, pero terminar rápido con la explicación, tenemos hora en el restaurante.
Lógicamente, aquello trascendió de un modo frenético. Todos y cada uno de los componentes de aquel universo académico, recibieron cumplida cuenta del loco proceder de Carmen y Simón. Naturalmente, nunca se creyeron la imposible explicación que quiso ofrecer Simón.

Por Diego Pérez

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domingo, 9 de diciembre de 2012

LECTURA APASIONADA

El viento arreciaba y las contraventanas de madera repiqueteaban contra su marco con una vehemencia nerviosa, como si hubieran cobrado vida y quisieran liberarse de una vez por todas de sus esclavizantes bisagras; ese traqueteo se mezclaba con el aporrear de las gotas de lluvia estrellándose con furia contra los cristales. Betty, enojada, pensaba que no era la mejor noche para quedarse sola, precisamente el día de su quinto aniversario; pero Brad no podía faltar a aquella cita. Aquella noche tuvo que ser cuando el viejo Arthur le reclamara para una cena con todos los asociados del bufete. Quizá regrese con buenas noticias, pensó Betty,… Maribel aprovecha el cambio de página para tomar otro sorbo de café …había una plaza de asociado vacante desde hacía al menos año y medio, y Brad era el abogado más antiguo en plantilla. Aquella debía ser la preocupación que últimamente le tenía más huraño. Brad siempre había sido un hombre atento y meticuloso, pero en las últimas semanas estaba ausente, despistado; no parecía él. Betty esbozó una sonrisa cuando recordó su último despiste: ¡Guardó bajo su almohada el cuchillo de trinchar el pavo! Qué risa pasaron cuando, al despertar, Betty le vio aferrado a él como si del mando del televisor se tratara. Un nuevo relámpago estremeció a Betty arrancándola de aquellos gratos recuerdos. La tormenta tomaba fuerza y la casa parecía que de un momento a otro despegaría del suelo; todo eran crujidos y aporreos en las ventanas. La puerta de la cocina cedió al viento y golpeó contra la pared haciendo temblar todos los tabiques, Betty corrió a cerrarla y vio aparecer los faros de un coche al fondo del jardín. Por fin, pensó Betty; ¡Brad! Corre, te empaparás, le gritó desde el escalón de la entrada. Pero del coche bajó un hombre que no parecía su marido, alarmada, retrocedió unos pasos sin despegar sus ojos de aquella figura. A través de la negra lluvia que encortinaba su visión, observaba horrorizada cómo aquel hombre se aproximaba a la casa con un gran machete en su mano. La luz comenzó a parpadear hasta que: cocina y jardín, se fundieron en una oscuridad densa, infranqueable. Tenía que cerrar la puerta lo más rápido posible, aquel hombre pronto la alcanzaría. Temblando de terror se aproximó a la entrada cuando un nuevo relámpago le ofreció una imagen pavorosa: frente a ella descubrió a Brad blandiendo el enorme cuchillo y con la cara desencajada. Betty comenzó a chillar de un modo desesperado, ante ella todo volvió a la oscuridad; a ciegas, intentó arrastrar la mesa de la cocina para taponar la puerta, pero un fuerte estruendo hizo que retrocediera de nuevo unos pasos… Maribel oye un fuerte golpe en la cocina y pega un respingo en su sillón; se relaja al ver aparecer a Leo caminando con su felina parsimonia. Que susto me has dado, ven aquí, le dice mientras el siamés se acurruca en sus pies. Toma otro sorbo de café y retoma la lectura …ahora solo se escuchaba el chapoteo del agua cayendo en el jardín y el jadeo de Brad que se aproximaba a ella arrastrando sus pies lentamente, con la cadencia de un cazador cauto y protervo. Betty, aterrada, continuó retrocediendo con pasos torpes e indecisos; Brad, por Dios, ¿qué te ocurre? ¿Quién eres? Tú no eres mi Brad, balbuceó Betty instantes antes de tropezar y caer de espaldas. Un haz de luz le mostró cómo el cuchillo caía hacia su pecho… Leo da un salto hacia el sillón de enfrente mientras bufa con rabia erizando el pelo de su lomo arqueado; Maribel nota un fuerte golpe en la garganta y ve, horrorizada e incrédula, cómo brota sangre bajo su barbilla empapando las páginas del libro que sostiene en su regazo; suelta el libro y toca su garganta; intenta gritar pero solo es capaz de lanzar un gorjeo gutural ahogado en su propia sangre. La vista se le nubla…

Por Diego Pérez

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